Alejados
de los caminos principales, como sombras entre la espesura, los cuatro miembros
del Consejo se deslizaban con sigilo hacia el noroeste en busca de los clanes
orcos. Luir Gabriel, Joaquín, Juan y Aarón se aproximaban al paso de montaña
que atravesaba la Gran Cordillera. A diferencia de sus compañeros, no eligieron
el Paso de los Gemelos porque se desviarían demasiado de su destino. Al ser
pocos, podían atravesar la montaña más oriental de la cordillera usando un
antiquísimo camino descubierto por pastores y que comunicaba el norte con el sur. Marchaban
raudos y con determinación porque sabían que la pista más solida sobre el
destino del Zafiro señalaba a los clanes de orcos y trolls que habitaban la
zona oriental del mundo mágico. Su rey era el semitroll Grakuy, un mestizo entre orco y
troll, que gobernaba con mano férrea el clan de Colmilloferoz formado por
tribus de trolls y orcos que convivían en extraño equilibrio. Grakuy reunía las
mejores cualidades de cada una de las razas; tenía la altura de los trolls y
una piel tan dura como la roca, por otro lado era mucho más ágil y potente
gracias a la sangre orca que corría por sus venas. Rivalizaba en poder y fama
con el difunto rey del clan Muchamuesca, que fue asesinado por Górmul durante
el duelo que los enfrentó antes del gran cataclismo que inició la invasión de
los infiernos en Dámbil.
Debían
encontrar el Zafiro y conseguir la ayuda de los orcos y trolls del clan
Colmilloferoz. En su viaje hacia el noroeste encontraron numerosos destacamentos de muertos que se dirigían por
distintos caminos hacia el norte siguiendo la llamada de su amo para engrosar
el ejército tenebroso que arrasaría el
Bastión. Ya llevaban tres días de marcha a través de bosques y pequeñas montañas,
siempre evitando cualquier enfrentamiento con el enemigo. Juan, el más
temerario de los cuatro compañeros hervía al ver un grupo de muertos y siempre
proponía atacarlos.
- Vamos, son pocos, nos vendrá
bien romper unos cuantos huesos – decían Juan para convencer a sus compañeros.
- No, Juan, nuestra misión no es
combatir al enemigo, debemos atesorar el tiempo que tenemos para encontrar
cuanto antes la ayuda del Clan Colmilloferoz- respondía juicioso Luis Gabriel
ante las provocaciones de su compañero.
Durante los
tres días que llevaban de camino, Juan siempre insistía en atacar pero gracias
a que Aarón y Joaquín respetaban la decisión de Luis Gabriel, no habían
entablado combate con el enemigo y al igual que cazadores que persiguen a su
presa, recorrían furtivos y precavidos el camino que los separaba de la Gran
Cordillera. Equipados con sus armaduras y armas, afrontaban una dura marcha debido al exceso de peso que cargaban.
Joaquín y Aarón vestían armaduras ligeras, con placas y malla que les ayudaban
a moverse con ligereza, por otro lado Juan y Luis Gabriel iban con cotas de
placas completas, increíblemente pesadas pero que brindaban una protección
asombrosa contra el ataque de todo tipo de armas. Juan cargaba a la espalda un
hacha de doble hoja similar a la que usaban los orcos en combate. Luis Gabriel,
además del increíble peso de su armadura, tenía que sumar el pesado escudo de
torre que portaba y una maza rebordeada
colgada de su cinto. Los dos eran gigantes entre los miembros del Consejo de
los 18, con su alta estatura y revestidos de acero parecían dos colosos sacados
de antiguas leyendas. Por delante de ellos siempre caminaban más raudos
Centella y Joaquín, mucho más bajitos y delgados pero que suplían su falta de envergadura con
astucia y rapidez. Ambos preferían las espadas ligeras, así Joaquín cruzaba en
la espalda sus dos filos recurvos mientras Aarón llevaba un estoque a la
cintura.
La tarde del
tercer día se hacía vieja. Ya cerca de las montañas, las nubes eran densas y no
dejaban que el sol se despidiera con unos últimos destellos que dieran calidez
y esperanza al corazón de los cuatro consejeros. Frente a ellos, amenazadora y
peligrosa se erguía la montaña que debían atravesar para llegar a los clanes
orcos.
- Será mejor
que busquemos refugio – propuso Aarón-. El aire trae aroma de tormenta y la
noche no tardará en envolvernos con su oscuro manto.
- Tienes razón
–concedió Luis Gabriel-. Además, pronto oscurecerá y no sería muy sensato
iniciar el ascenso a ciegas. Descansaremos, mañana nos espera un día difícil –
concluyó Luis Gabriel señalando la montaña con su barbilla-.
Durante un
rato los cuatro consejeros dieron algunas vueltas por el entorno de la montaña
tratando de buscar algún refugio. En la distancia los truenos sonaban lejanos
pero amenazadores. Por fortuna Joaquín encontró lo que parecía una pequeña
cueva, apenas tenía unos metros de profundidad pero al menos dormirían secos y
al amparo de la roca. Dejaron sus fardos en el suelo y se dispusieron a
preparar el campamento.
- Aún queda un
rato de luz –observó Joaquín mientras miraba el cielo encapotado-. Iré a buscar
algo de leña para encender un fuego, cuando empiece a llover toda la leña se
echará a perder con la humedad.
- ¡Buena idea!
-exclamó Aarón- Yo prepararé el campamento. Procura coger las piezas más secas,
son las que menos humo liberan- apuntó el muchacho y Joaquín hizo un gesto
mostrando su acuerdo, se puso su casco completo y se perdió en la espesura como
una sombra en la oscuridad-.
- Voy a ver
que podemos preparar para la cena –dijo
Juan en voz alta mientras miraba en los fardos de sus compañeros y comprobaba
las provisiones de las que disponían.
Luis Gabriel
se sentó en una roca y dejó sus armas apoyadas en la pared de la cueva. Cogió
su fardo y buscó entre sus provisiones para dárselas a Juan. Trasteó un poco en
su mochila y reparó en un estuche de madera bellamente ornamentado en el que
destacaba un enorme relieve de ojo tallado sobre la tapa. Luis Gabriel acarició
el estuche y lo abrió. A pesar de la penumbra que reinaba en la cueva, el
fulgor de la plata arrojó reflejos preciosos que encandilaron al muchacho.
Entre sus manos sujetaba el Cuerno del Bastión, una poderosa reliquia que le
había sido confiada antes de partir. Se lo había entregado Rosa, la líder del
Consejo. Luis Gabriel recordó las palabras de su compañera aquel día:
“Este es el Cuerno del Bastión, una de las reliquias más sagradas que tenemos,
te lo doy a ti, Luisga, para que lo toques con fuerza cuando volváis al Bastión
con el Zafiro. Hazlo sonar con toda
la fuerza de tus pulmones. Un toque para informar de vuestro regreso pero dos
toques si traéis el Zafiro con vosotros. Que no se te olvide, dos toques si
venís con el Zafiro.”
La
conversación entre Luis Gabriel y Rosa no acabó ahí. Después de que le
entregara el Cuerno, el muchacho confesó algo a la líder del Consejo:
- Rosa debo
darte una mala noticia – comenzó Luis Gabriel-. He destruido todas las piedras
del salto del Bastión, los transportadores ya no funcionarán –Rosa asumió la
noticia con aire tranquilo pero con cierta intriga-.
- No sé por
qué, pero creo que si has destruido las Piedras del Salto es por una buena
razón –dijo Rosa intuyendo las intenciones de su compañero-.
- Górmul,
cuando se hacía llamar Jálibu, consiguió escapar del Bastión manipulando las
Piedras de Salto de una forma magistral. No podemos arriesgarnos a dejar
activas las piedras, Górmul podría usar los trasportadores para volver al
Bastión ¿Te imaginas que millones de muertos empezaran a transportarse dentro
de las murallas de la ciudadela? – preguntó Luis Gabriel con los ojos
brillantes y Rosa quedó enmudecida ante tal perspectiva.
- Eso sería
terrible. Ahora entiendo porque has destruido las Piedras, ha sido muy astuto
por tu parte, aunque eso impedirá que podáis usar cualquier portal para volver.
- Es una
desventaja que estoy dispuesto a asumir –sentenció Luisga.
Aquella
conversación con Rosa se produjo tres días atrás, pero mientras el muchacho
recordaba, sentado en aquella cueva cerca de la Gran Cordillera, le pareció que
había pasado mucho tiempo desde que abandonaran su hogar. Dejó con delicadeza
el Cuerno en su fardo, cuando Juan lo sacó de sus pensamientos.
- ¡Puaj!
solo nos queda pescado seco, galletas y
algo de pan duro. ¿Sabéis que os digo? Que voy a aprovechar el rato de luz que
nos queda para tratar de cazar algo, un poco de carne fresca dorada en el fuego
nos vendrá bien para el estómago y el ánimo –afirmó Juan-.
- Pues
entonces iré contigo, no es mala idea. Mañana nos espera una dura jornada
y nos vendrá bien algo de sustancia-
afirmó Luisga mientras se levantaba y se equipaba. Dejó su escudo y solo cogió
la maza.
- Me quedaré
aquí haciendo guardia- dijo Aarón- No tardéis demasiado, no quedará más de una
hora de luz y la tormenta se acerca.
Juan y Luis
Gabriel se internaron entre la maleza del bosque que rodeaba la montaña.
Caminaban despacio tratando de hacer el mínimo ruido posible. Juan iba el primero
observando con minuciosidad cada palmo de terreno intentando encontrar alguna
huella o la madriguera de alguna presa apetitosa. Luis Gabriel contemplaba a su compañero con curiosidad pero no tenía mucha paciencia para la caza así que rompió
el aburrido silencio:
- Oye Juan,
¿por qué no has traído el casco? –dijo Luisga al reparar que no había visto a
Juan llevar el casco en todo el viaje.
- Me lo dejé
en el Bastión, pega mucho calor…. y cállate que vas a espantar a los animales
-se quejó el muchacho sin perder de vista los rastros que se dibujaban en el
suelo. ¡Mira! Esto parece prometedor, huellas de jabalí –exclamó Juan
esperanzado mientras señalaba unas huellas que se adentraban en los setos.
Durante un
rato siguieron el rastro del animal. Las señales eran frescas y eso motivaba a
los dos consejeros a continuar con la caza pero poco a poco, sin darse cuenta,
el trayecto trazado por el jabalí los aproximó peligrosamente a unos de los
caminos.
- Fíjate, las
huellas bajan por este terraplén y cruzan el camino – informó Juan.
- Pues siento
decirte que la caza termina aquí, no cruzaremos el camino, además ya apenas se
ve nada, debemos volver al campamento. Nos conformaremos con las galletas y el
pescado – ordenó Luisga.
- ¡Venga ya!
Las huellas son frescas, no hace ni 10 minutos que el jabalí pasó por aquí.
Sigamos un poco más – propuso Juan algo fastidiado pero en ese instante el
viento trajo un rumor extraño.
- ¡¡Shhhh!!
¿Escuchas eso? – preguntó Luisga mientras se agachaba tras la maleza y obligaba a
Juan a hacer los mismo.
- No es nada,
solo es la tormenta que se está acercando- contestó Juan-.
- No, el ruido
viene del camino – repuso Luisga.
Los dos
quedaron expectantes, el sonido que se escuchaba por el camino se hacía cada vez
más fuerte. Sonaba como si alguien estuviera arrastrando ramas de un lado a
otro. A los pocos segundos, por el recodo del camino apareció un destacamento
de muertos. Arrastraban sus armas por el suelo, el tintineo de las armaduras oxidadas y corrompidas
conformaban una música siniestra.
- Ahora sí,
Juan, la caza ha terminado, nos vamos de aquí. Esto se está poniendo peligroso –
dijo Luis Gabriel cuando fue consciente de que su compañero estaba contando con
los dedos.
- ¡Son solo
diez! Vamos Luisga, son cinco muertos para cada uno. Los destrozamos
rápidamente, cruzamos el camino, cogemos el jabalí y volvemos como héroes al
campamento –dijo Juan.
- Te he dicho
que no. Es un riesgo estúpido que no estoy dispuesto a asumir – rebatió Luis
con firmeza pero sin elevar demasiado el tono de voz para que los muertos no lo
escucharan.
- ¿Sabes qué
te digo? – preguntó Juan sin esperar ninguna respuesta y visiblemente enfadado
por la actitud cobarde de Luis Gabriel-. Ya no eres nuestro líder, renunciaste
en la asamblea y no tengo ninguna razón para obedecer tus órdenes- diciendo
esto se levantó y desenganchando su hacha de la espalda se lanzó al combate
dispuesto a terminar con los muertos del camino.
Aprovechando
el desnivel que separaba el camino del terraplén, Juan se lanzó a la batalla
impulsado por el peso de su armadura y
envergadura. Irrumpió entre los esqueletos embistiendo con el hombro y derribó
sin problema a cuatro de ellos con suma facilidad.
- ¡Ja! ¡Vamos
a destrozar uno cuantos huesos! –gritó Juan poseído por el frenesí de la pelea.
Usando la
empuñadora de su hacha, ensartó uno de los enemigos que se aproximaban por su
derecha para seguidamente trazar un tajo
horizontal que quebró las piernas de dos enemigos que se aproximaban por
la izquierda. Juan balanceaba su hacha de doble hoja de un lado a otro y segaba
a sus adversarios como la guadaña corta el trigo. A pesar del derroche de fuerza y
destreza los no-muertos se arrastraban para continuar luchando desde el suelo.
Desde su
posición un Luis Gabriel expectante, veía el combate tras los arbustos. Su
compañero se batía con gran fiereza y parecía tener controlada la situación.
Era como una trituradora, moviendo su hacha de un lado a otro, trazando cortes
demoledores. Todo parecía que iba a terminar pronto cuando por el camino el
rumor que escucharon un rato antes, sonó más potente. Luisga, horrorizado, vio
aparecer un destacamento de muertos mucho mayor.
Contó alrededor de dos docenas de enemigos que llegaron dispuestos a acabar con
Juan. Sin dudarlo, se lanzó a la batalla para apoyar a Juan, eran demasiados y
debían escapar. Luisga echó mano a su espalda para coger su escudo pero recordó
disgustado que lo había dejado en la cueva. Saliendo del escondite, desenfundó
su maza y corrió hacia los muertos para evitar que pillaran por sorpresa a su
compañero.
Los
acontecimientos se precipitaron de manera angustiosa. Desde el suelo varios
muertos que Juan daba por acabados lo agarraron por las piernas dejándolo
inmovilizado. El muchacho se revolvió intentando liberarse pero desde todas
direcciones llegaban enemigos dispuesto a acabar con él. Una lluvia de golpes
se le vino encima. Espadas, mazas y demás armamento impactaban con violencia en
su gruesa armadura. A pesar de la protección, el muchacho sentía un dolor
tremendo con cada ataque. En la distancia vio a Luis Gabriel tratando de llegar
hasta donde él estaba para ayudarle, volvió a revolverse para soltar sus
piernas cuando un golpe sordo le alcanzó en el lateral de la cabeza. Juan no
tuvo tiempo ni de pensar, una oscuridad lo envolvió y cayó fulminado al suelo.
Desde su
posición Luisga contempló impotente como un esqueleto armado con un martillo de
guerra, se acercaba a Juan y lo golpeaba en el único sitio que tenía
desprotegido; la cabeza. El consejero se desvaneció y se derrumbó en el suelo
con gran estruendo. Luis Gabriel se vio poseído por una furia desesperada y
acudió al auxilio de su compañero. Arremetió golpeando con una fuerza terrible,
los enemigos volaban a su paso, pero sin darse cuenta, el líder de los 18 se
abrió camino por un pasillo de enemigos que volvía a cerrase tras su paso
dejándolo atrapado. En sus pensamientos, Luisga tenía previsto llegar hasta
Juan para ponerlo a salvo. Consiguió parte de su objetivo pero cuando alzó la
mirada, fue consciente de que jamás podría salir de allí. Como buena noticia,
observó que Juan respiraba con dificultad, desde el suelo el torso del muchacho
subía y bajaba como un fuelle estropeado. “Esto es el fin” pensó Luisga al
darse cuenta que era imposible cargar con el herido y escapar. Siguió defendiéndose
impidiendo que los muertos siguieran atacando a su compañero caído cuando un
trueno estremeció la atmósfera y desde la espesura un guerrero con dos espadas
se incorporó al combate.
- ¡¡Por
Dámbil!! – gritó el muchacho y su voz retumbó dentro de su yelmo llamando al
cuerpo para el combate.
Luisga sintió
un ánimo renovado al ver gritar a su compañero Joaquín que venía a ayudarles.
El muchacho, mucho más pequeño y enjuto, cruzó el campo de batalla como una
flecha recién disparada. Corría a una velocidad enorme y cruzaba sus espadas
trazando tajos imposibles con una precisión fantástica. Aprovechaba cualquier
parte de su cuerpo para arremeter contra el enemigo y abrirse camino. Daba
cabezazos con su yelmo cerrado y fulminaba a sus enemigos como un torbellino de
acero. Luisga aprovechó la situación para avanzar en dirección a su compañero,
aseguró con una mano el cuerpo inerte de Juan y lo arrastró a través del campo
de batalla mientras golpeaba y se batía con fiereza desesperada.
Tras unos
angustiosos minutos, los dos compañeros consiguieron reunirse en mitad del caos
del combate.
- ¡Tienes que
huir con Juan! –gritó Joaquín a su compañero.
- No digas
estupideces, no pienso abandonarte, lucharemos juntos –rebatió Luis Gabriel
visiblemente fatigado.
- Yo no tengo
fuerza para levantarlo –dijo Joaquín señalando rápidamente a Juan con la cabeza
y seguidamente lanzaba dos cortes fugaces a un enemigo que les acechaba desde
cerca.
-¿Y tú
que harás? – preguntó Luisga angustiado.
- Os daré
tiempo para que huyáis ¡Vete! – y diciendo esto Joaquín se lanzó al combate con
renovada furia para tratar de contener al máximo número de adversarios.
Luis Gabriel
vio una escapatoria, se agachó y haciendo un tremendo esfuerzo levantó el
pesado cuerpo de su compañero herido. Corrió acusando cada paso en sus rodillas
que le pichaban terriblemente recordándole que la carga que llevaba era
excesiva. El muchacho ignoró el dolor y el entumecimiento y se alejó de los
muertos lo más rápido que podía. Desde la distancia echó un último vistazo a
Joaquín, horrorizado observó a su amigo rodeado por cadáveres andantes que
seguían llegado desde todas partes. Bajando la cabeza, se perdió entre la
espesura cargando a Juan, mientras pensaba con tristeza que, quizás, era la
última vez que veía a su amigo Joaquín.
Los enemigos continuaban llegando desde todas partes,
atravesaban la maleza, aparecían por el camino y se amontonaban en torno a
Joaquín para acabar con él. El muchacho no se amilanó, la cobardía no era uno
de sus defectos. Siguió manteniendo a raya a todos los enemigos que se
acercaban por los flancos, se movía pivotando sobre una parcela pequeña de
terreno como un remolino. Trascurrieron los minutos, los huesos se amontonaban
a su alrededor pero los muertos no cejaban en sus intentos de acabar con el
consejero. “Ahora entiendo el poder de
este ejército” pensó Joaquín al observar que los muertos no se cansaban
mientras él cada vez estaba más cansado. Fue entonces cuando algo lo golpeó en
el hombro con una tremenda fuerza, cayó al suelo sin respiración y una oleada
de dolor le recorrió su brazo y le atenazó el pecho. Tumbado y con uno de los
brazos inservibles, vio horrorizado como el círculo de muertos se cerraba en
torno a él dispuestos a arrebatarle la vida. Un trueno quebró las nubes y la
lluvia empezó a caer.
Maestro cada día mejoras mas sigue asi ¡brother!
ResponderEliminarMaestro cada día mejora mas la Historia Joaquin
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